Por David Garrido Bazán
Director de Programación y Contenidos del Festival de Cine Inédito de Mérida
Director y Presentador del programa De AluCine en Canal Extremadura Radio
Reconozco que siempre he sintonizado de forma excepcional con el cine de Alexander Payne. Puede que sea porque tenemos formas muy parecidas de ver la vida y entender al género humano, o más concretamente a los hombres que pueblan sus películas. Desde aquel M. Broderick profesor de instituto atrapado por una tupida tela de araña de Election al George Clooney que corría en chancletas y camisa hawaiana para entender por qué su esposa le ponía los cuernos en Los Descendientes , pasando por ese Jack Nicholson que justificaba su existencia a un niño africano en cartas ininteligibles en A Propósito de Schmidt o mi perdedor favorito, ese Paul Giamatti amante de los vinos, escritor frustrado y desencantado con todo de Entre Copas, los hombres del cine de Payne tienen algo que les hace navegar a la deriva entre el patetismo más entrañable y su necesidad de sobrevivir como sea a las propias trampas que uno se va construyendo alrededor con el simple paso de los años. Inspiran ternura al tiempo que uno se sorprende sonriéndose de esa estupidez masculina congénita. Es saludable ser capaz de hacerlo. Creo. Alexander Payne lo pone razonablemente fácil.
Nebraska es el primer guión ajeno que rueda Payne. Da igual. Si uno no lo supiera lo reconocería como suyo porque todas las constantes de su cine están ahí. Un padre en la difusa frontera entre la senilidad, la demencia y el puro miedo. Un hijo que entiende que necesita satisfacer el deseo absurdo de su padre por el simple hecho de otorgarle algo de sentido a su existencia. Una road movie canónica que, como no podía ser de otra forma, incluye el inevitable viaje interior para ambos. Rodada en un apabullante blanco y negro, con enormes dosis de inteligencia, sutileza, muchísimo sentido del humor y con una humanidad tal, para lo bueno y para lo malo, que se desborda por los márgenes de la pantalla y le envuelve a uno como una cómoda mantita caliente en la que refugiarse en una tarde de lluvia en el sofá. Así es Nebraska, una de esas pelis en la que uno se quedaría a vivir de puro gusto, una de esas pelis que uno ve de principio a fin con una sonrisa cómplice en los labios porque entiende y quiere a todos esos personajes que desfilan por ella. Porque uno sabe que los seres humanos somos así de contradictorios, complejos, mezquinos y generosos al tiempo. Porque uno sabe que lidiamos con nuestra existencia del día a día haciéndolo lo mejor que podemos sin torcer demasiado el gesto cuando vienen mal dadas o cuando nosotros mismos somos responsables de nuestros fracasos y deudas. Y no, no me refiero a las económicas, que también, sino esas deudas que vamos adquiriendo con aquellos que queremos y con nosotros mismos a lo largo de los años.
La familia Grant al completo; hijos, madre y padre |
El caso es que es ver a Bruce Dern arrastrando su cojera hacia Nebraska y uno no puede hacer otra cosa que enternecerse por esa terquedad a la que se aferra como un náufrago a un madero, presa del miedo y la necesidad acaso intuitiva de compensar su pasado. Y ve a ese Will Forte como ese hijo comprensivo y necesitado asimismo de un cambio y te dan ganas de abrazarle en su generosidad e infinita paciencia. Te ríes con esa estupenda June Squibb capaz de soltar cosas terribles con la impunidad que le otorga el saberse de vuelta de todo mientras acaricia con gesto cómplice al compañero que ha soportado toda una vida. Te ríes hasta de la complicidad fraternal (¡impagable ese episodio con el compresor!) y esa mezquindad envidiosa y rencorosa que solo puede gestarse en el seno de una familia, de cualquier familia que haya tenido que aguantarse muchos años. Todo te parece cercano aunque transcurra en la América profunda. Porque para profunda la precisión con la que Payne retrata a sus criaturas con apenas unas pinceladas bien dadas. Vamos, que los conoces de toda la vida. Como si fueran tú.
Nebraska, con su retrato de paisajes y personajes que se funden como parte unos de otros, es de esas películas que agradeces que te acaricie el alma despacito con su mezcla de drama sin excesos y comedia triste, de doliente melancolía y cálida generosidad. Con su profunda humanidad, en suma. Como todo el cine de Payne. Pero aún mejor si cabe.
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