Decía Jean Cocteau, que
aquello que el público te critique cultívalo porque eso es lo que eres. Pues
bien, a Baz Luhrmann parte del público (¿o quizás más la crítica?) siempre le
ha reprochado su excesiva puesta en escena, su barroquismo, el querer potenciar la estética y la música frente a aspectos de la trama y el desarrollo de los personajes.
Exceptuando quizás su película más redonda, Moulin Rouge, el resto de sus
trabajos es de dudoso resultado, sobre todo aquel tostón híbrido de aventuras y
melodrama romántico llamado Australia. En el caso que nos ocupa, la última adaptación de una obra cumbre de la
literatura universal del siglo XX: El gran Gatsby (Francis Scott Fitzgerald; 1925), Luhrmann sale airoso pero no triunfal. Como ya hizo en Romeo+Julieta (1996) el
australiano adapta otro libro de cabecera bajo su forma de ver el cine:
derroche visual, abundancia de colores, banda sonora plagada de exitazos musicales con fecha de caducidad, movimientos de cámara a tutiplén... Sin olvidar, su predilección por potenciar el romance épico
e imposible (así lo llama él) entre la pareja protagonista.
